martes, 1 de abril de 2008

Entre Mr. Darcy & Rodión Romanovich Raskolnikoff


Las alternativas son arbitrarias, se trata de la elección entre siglos, países, mundos, autores y necesidades diversas. Qué mujer después de leer Orgullo y Prejuicio no ha sentido que solo en el amor del Señor Darcy se puede descansar en paz, o que con lograr acercarnos un poco a esa orgullosa e inteligente señorita Bennett, ese querido ya se encuentra cerca. Entre ese buen muchacho -frío y poco amable - y Rodia -un lejano de San Petersburgo- quizás no hay tanto que lucubrar. Pero es inevitable.

Sonia elige a Rodia y en ello viaja a la siga de un convoy que traslada a condenados a las cárceles de Siberia. Rodión ocupa su lugar en ellos, condenado por el asesinato de dos mujeres –Yo soy quien asesinó a hachazos, para robarlas, a la vieja prestamista y a su hermana Isabel- y debe permanecer ocho años privado de libertad. Sonia le ha prometido no abandonarlo -seguirlo a donde lo envíen-, y Rodia, pensando que jamás la amará, agradece desde su miseria un acto de entrega del que se siente ajeno. No puede ser él objeto del amor de esa criatura, hay en ella un sentido del deber que cruza extensiones de un mundo oscuro y degradante, distancias que no le competen, que no lo salvan.

Es Darcy ante esto la elección más fiable, pero es esa alternativa la que Austen desecha. Elizabeth no acepta a quien amándola reniega de su familia –ella dice no, y al hacerlo configura un mundo donde no son las conveniencias las que priman, sino el sentimiento más honesto. -Te odio porque me odias, y tu amor no es sino ese deseo que ultrajar lo noble de aquella que no cede-. Y es esa rebeldía, ante lo que ella cree una sociedad que la dirige, lo que revela en Darcy que aún no todo esta perdido. Es en las palabras que no se dicen, en el silencio, y en la terquedad de orgullosos y prejuiciosos –más bien en la destrucción de aquello- que Darcy y Elizabeth se revelan.

Entre la inglesa de principios del siglo XIX y el ruso que escribe a mediados y finales del mismo siglo, son innumerables las diferencias. Tan abismales que lo común pareciera reducirse a escribir sobre hombres y mujeres. Cuál es entonces el sentido que este escrito. Una cuestión tan subjetiva como los personajes a quienes más he querido. Darcy me explicó que era ser un buen sujeto –de esos que no abundan- y Rodia que es ser extraordinario. La naturaleza divide a los hombres en dos categorías: la una inferior, la de los hombres ordinarios, cuya sola misión es la de reproducir seres semejantes a sí mismos; la otra, superior, que comprende los hombres que poseen el don o el talento de hacer oír una palabra nueva (de un diálogo entre Porfirio y Rodia). Lo lamento, pero es cierto, en esta categorización que hace Raskolnikoff -en su ensayo publicado en la Palabra Periódica- Darcy es necesariamente el primer tipo –Pertenecen a la primera, de una manera general, los conservadores, los hombres de orden que viven en la obediencia y que la aman- y eso es lamentable. Porfirio –¿De modo que usted cree en la nueva Jerusalem?- y Rodia –Si que creo- y el juez –¿Cómo pueden distinguirse los hombres extraordinarios de los ordinarios? (…) si un individuo que de una categoría se figura que es de otra y se pone (…) “a suprimir a todos los obstáculos...”- y el estudiante –Eso ocurre con mucha frecuencia (…) pero considere usted que ese error es posible en la primera categoría (…) ellos no van muy lejos- y luego –¿Hay muchas personas extraordinarias?- y nuestro reo –se cuenta un genio entre muchos millones-… y finalmente –al escribir su articulo es muy probable… que se considerase usted como uno de esos hombres “extraordinarios” (…) ¿No es así?- y él –Es muy posible-.

¿Es Rodia un ser extraordinario?, ¿es Darcy un ser que puebla la tierra de seres semejantes a sí?... es probable, pero es necesario. A quién le importan los conflictos psiquiátricos del ruso, a quién le interesa la entereza del inglés, lo que vale es la pregunta… irías a Siberia. Y mi respuesta es sí. Y he aquí donde Sonia es recompensada “En los ojos de la joven parecía resplandecer una felicidad inmensa; no había para ella duda de que Raskolnikoff la amaba con amor infinito. Había llegado, por fín, ese momento…” “Raskolnikoff había resucitado, lo sabía y lo sentía en todo su ser, y Sonia no vivía más que para la vida de su amado.” Josefina

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